La Ejecutora tenía un nuevo objetivo.
Apenas recordaba su propio nombre. Apenas recordaba su pasado. No le importaba. Ya solo importaba el Camino.
El Camino Carmesí.
Había estudiado los planos. Había recibido las indicaciones pertinentes sobre el aspecto y localización de su próxima víctima. Los años de entrenamiento intensivo la habían convertido en un arma viviente: el cuchillo en la noche de los Custodios de lo Arcano, la hermandad de brujos más temida y poderosa de Luberia y, posiblemente, de todo el continente de Voralis.
Su objetivo, un rico comerciante de la Casa Mercante Neiti que había enviudado recientemente, había contrariado a los Custodios. Les había vendido un cargamento defectuoso de adormidera roja a un precio desorbitado. No era la primera vez que ocurría, pero sí sería la última. A los Custodios se les había agotado la paciencia, y el precio por ello era la muerte. Decidieron enviar un mensaje inequívoco a la Casa Neiti, y la Ejecutora era la encargada de entregarlo.
La villa estaba aparentemente vacía, silenciosa, oscura bajo la noche nublada, pero la Ejecutora sabía que en ese tipo de misiones las apariencias siempre engañaban. Siempre. Acuclillada en el muro exterior, en una buena posición para contemplar el jardín que rodeaba la villa de tres plantas, se permitió esbozar una sonrisa tras su máscara con forma de calavera dorada. Se hizo un corte en el dedo índice con un cuchillo pequeño y trazó un sinuoso sigilo en el aire, dejando una estela azulada. Pronunció las palabras de poder. Cuando completó el conjuro, el signo delineado palpitó tres veces con un brillo tenue y después desapareció.
Al instante, su visión cambió, pasando a reflejar una escala térmica de blancos, rojos y azules. Los Ojos de la Víbora. Vio a varias figuras entre las sombras, sus siluetas nítidas por el calor que emitían sus cuerpos. Guardias acompañados por perros. Le extrañó que no llevasen candiles o antorchas. Estaban ahí, quietos en la oscuridad, en silencio. Se preguntó si alguien los habría advertido o si, dados los negocios turbios de su señor, habían reforzado la seguridad para defenderse de las previsibles represalias.
La Ejecutora se encogió de hombros. Fuera cual fuese el motivo, no supondría ninguna diferencia. El comerciante pronto estaría muerto y su sangre regaría el Camino Carmesí, como la de tantos otros antes que él.
Ahora que podía verlos, no le resultó difícil evadir a los guardias. Saltó desde el muro y avanzó por el jardín en completo silencio, su justillo de cuero teñido de rojo oscuro adaptándose a cada movimiento. Tuvo cuidado de no acercarse a los perros para que no pudieran olerla, asegurándose de tener el viento a favor.
Ahí, en el balcón abierto del segundo piso.
Los aposentos de su objetivo.
Desató las garras de escalada que colgaban de su cinturón y se las ajustó a las manos con unas correas de cuero. Miró a ambos lados para asegurarse de que no había nadie que pudiera verla mientras trepaba y saltó hacia arriba. Las puntas de afilada obsidiana de las garras encontraron apoyo con rapidez. Ágil como una lagartija, trepó hasta el balcón, anuló el efecto mágico que cambiaba su visión y se asomó al interior de la habitación por el umbral que daba acceso a la terraza.
Su mirada viajó sin detenerse por la puerta cerrada al otro lado de la estancia, el mobiliario lujoso tallado en caoba, la gran cama con dosel, los divanes, las bandejas de plata repletas de fruta y cuencos con vino. El olor del incienso de sándalo emanaba, en forma de rizos de humo, de unos quemadores de bronce. Dos lámparas de aceite colgaban del techo, iluminando el lugar con su luz temblorosa.
Su víctima aún no se había dado cuenta de su presencia. Estaba de espaldas, al lado de una estantería de baldas cruzadas, ojeando una estatuilla tallada en madera. Vestía con una túnica corta de color azul, ceñida con un cinturón de oro. Su escaso pelo estaba teñido del gris de las canas.
Debería haberlo matado al instante. El Camino no debía esperar. Los Custodios no debían esperar. Pero no pudo hacerlo.
La estatuilla que el hombre sostenía en sus manos se lo impidió.
Tenía la forma de un gato. Viejo, arañado, salpicado de trazos de pintura aclarada por el paso del tiempo. Era el juguete de un niño.
En realidad, el juguete de una niña.
La niña se llamaba Arizel. Muchos años atrás, le pidió a sus padres que le regalaran un gato. Su familia era muy pobre, pero su padre sabía trabajar la madera y le regaló a Arizel un gato tallado por él mismo.
Arizel lo adoraba. Para ella era especial. Más incluso de lo que habría sido un gato de verdad, porque su padre lo había tallado para ella, solo para ella.
Aquel gato de madera la hacía feliz.
Hasta que se separaron. Sus padres le dijeron a Arizel que no podían mantenerla, que tenían que hacer algo antes de que se muriera de hambre. Con lágrimas en los ojos, le dijeron que querían que tuviera una vida mejor que la que ellos habían tenido. Aquel año la entregaron a los Custodios como parte del Tributo Rojo. Los que no eran considerados aptos para su adiestramiento eran arrastrados a los Pozos de Shaar-goth para ser sacrificados. Pero Arizel era rápida para su edad. Era ágil. Fuerte. Superó su tristeza, enterró su pasado, desterró sus recuerdos. Muchos aprendices murieron en las terribles pruebas y entrenamientos. Ella no. Pasó a formar parte de la hermandad de asesinos de los Custodios de lo Arcano: los Ejecutores.
La Ejecutora debió de hacer algún ruido mientras su mente vagaba por las brumas del pasado. Había revelado su presencia.
El hombre se dio la vuelta. El horror se reflejó en sus ojos oscuros.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —tartamudeó.
La Ejecutora se lanzó sobre él. El hombre intentó gritar, pero su voz quedó ahogada cuando la asesina lo agarró por el cuello con las garras de obsidiana. El gato de madera cayó al suelo. La Ejecutora podía sentir los latidos del corazón del comerciante. El temblor de su cuerpo. Su miedo.
El hombre forcejeó, pero no pudo apartar la garra que lo ahogaba. Sus manos callosas, su rostro comido por la viruela y los huecos entre sus dientes hablaban de un pasado duro. De un pasado de pobreza, sufrimiento y penurias.
La Ejecutora torció el gesto detrás de su máscara y retiró la mano con un movimiento rápido. La arteria seccionada chorreó sangre al ritmo de los latidos del corazón del hombre. Cayó al suelo, sus manos intentando tapar en vano el corte letal, boqueando, los ojos en blanco. Un charco oscuro se fue extendiendo por el suelo de piedra hasta que alcanzó la estatuilla.
Al gato de madera que la había hecho tan feliz.
No le importó.
Ya solo importaba el Camino.
El Camino Carmesí.