Aquellos ojos habían visto mucho. Quizá tanto como los suyos.
Contaban una historia de sufrimiento, de hambre y de privaciones. De intensas alegrías y profundas tristezas.
Pero ya no verían nada más. Ya no contarían nada más.
Doniz arrugó la nariz, soltó un gruñido y señaló a la pareja de cadáveres, no pudiendo, ni queriendo, disimular su desagrado.
—¿Por qué los has matado, pedazo de imbécil? —increpó a su fornido compañero, cuya daga aún goteaba sangre.
El joven humano bajó la mirada hacia Doniz. El zekki nunca se había permitido sentirse inferior por su baja estatura, y los humanos tendían a tratarlo con respeto, si no directamente con miedo. Sabían lo que les convenía. Pero no Bucelos. No su nuevo compañero. Bucelos no respetaba nada ni a nadie. Doniz tuvo que contenerse para no romperle la boca, torcida ahora en una sonrisa de suficiencia.
—Por un puñado de platas. —Bucelos se encogió de hombros—. Por lo mismo que tú llevas años rompiendo piernas para el Pacto Escarlata.
—No era necesario matarlos, cachorro humano. Puede que seamos traficantes, esclavistas y matones a sueldo, pero no somos asesinos. No somos como los cabrones de los Ejecutores que trabajan para los Custodios. Y no es solo porque no nos pagan por ello. Hay líneas que no se deben cruzar.
Bucelos sopló el flequillo rubicundo que casi le tapaba los ojos y se agachó para limpiar su daga en la túnica de la mujer que acababa de matar a sangre fría.
—¿Y me lo dices tú —bufó—, el gran Doniz, ejemplo de veteranía para todos los sicarios del Pacto? ¿A cuántos pobres desgraciados has dejado lisiados? ¿Cuántos han acabado sus días deslomándose en las minas de estaño gracias a ti? —hizo una breve pausa y lo señaló con su dedo mugriento—. ¿A cuántos has matado tú, zekki?
Doniz suspiró y se pasó la mano callosa por su cabeza rapada.
—A más de los que me gustaría. Pero solo lo hice cuando no tuve más remedio. A estos dos no hacía falta matarlos; se trataba de darles un escarmiento por negarse a pagar la cuota de protección y por deberle dinero a Mamá Yerdi.
Bucelos se incorporó y escupió un gargajo a los pies de Doniz.
—Eres un hipócrita, zekki. Agua estancada que ya empieza a apestar. Un vejestorio que no sabe que ya le ha llegado la hora de… quitarse de en medio.
Mientras mascullaba las últimas cuatro palabras, se dirigió a la salida del cuartucho. Al pasar al lado de Doniz lo golpeó con la rodilla en la cadera, sin detenerse. Por toda respuesta, Doniz lo obligó a darse la vuelta con un empellón y le lanzó un feroz puñetazo. El labio de Bucelos estalló como una mora silvestre y su nariz chasqueó. Cayó de culo, aturdido, su cara salpicada por su propia sangre.
Sin darle un respiro, Doniz saltó sobre él, lo agarró por el cuello de la túnica y lo golpeó dos veces más. Bucelos interpuso unas manos temblorosas y comenzó a lloriquear.
—¡Para! —gimió entre toses. Un diente saltó de su boca ensangrentada—. ¡Por favor! ¡Ya lo he entendido! ¡Lo he entendido, maldita sea!
Doniz gruñó y, tras unos instantes de duda, lo soltó y se apartó. Bucelos se levantó trabajosamente, le lanzó una mirada llena de odio y se marchó a toda prisa.
Acababa de ganarse un nuevo enemigo.
«Muy bien», pensó. «Que se ponga a la cola».
Doniz dio otro trago de hidromiel y golpeó la mesa con la jarra de barro. Se relamió los labios, recogiendo el amargor, y apuró el resto de la jarra de un largo buche. Al terminar, eructó de tal manera que le vibró la garganta.
—¡Otra! —le gritó a un rollizo empleado, que en ese momento pasaba a su lado como una exhalación. No estaba seguro de que le hubiera oído, dado el vocerío que retumbaba en el oscuro antro que servía de taberna privada para los agentes del Pacto Escarlata. Se encogió de hombros y se entretuvo en analizar, a la escasa luz del candil de su mesa, los posos que el hidromiel había dejado en el fondo de la jarra.
Quería olvidar, no pensar, pero no lo conseguía. Últimamente ninguna cantidad de hidromiel lograba silenciar las voces. Su cabeza trabajaba demasiado. Y no era bueno que la cabeza de un sicario trabajase tanto. Si seguía así, sería su perdición. Acabaría haciendo alguna locura y los cangrejos de río terminarían cebándose con su cuerpo hinchado. Lo sabía. Él mismo los había alimentado en varias ocasiones.
El Pacto Escarlata había cambiado. Había sido un cambio lento, insidioso, pero inevitable. Desde que lo pescaron de las calles como a un pez del Tanco, había cometido todo tipo de atrocidades por dinero, pero siempre había algo más. La camaradería. La moderación. El respeto. Ahora, todos los nuevos reclutas eran como Bucelos. Niñatos ignorantes que no conocían su lugar, que se sentían importantes e intocables solo por enrollarse una cinta escarlata en el brazo. Quiso pensar que él era diferente, que él había hecho las cosas de otra manera. Pero por mucho que intentara convencerse de ello, tampoco estaba seguro. Ya nada lo era.
—Creo que me están creciendo los escrúpulos —murmuró para sí. La ironía le hizo sonreír.
Permaneció largo rato esperando su tercera jarra de hidromiel, que se resistía a aparecer. Solo los repentinos estallidos de risotadas, palmadas y canciones guarras de sus cofrades lo sacaban a ratos de su ensimismamiento. Él los contemplaba reír y festejar con gesto lúgubre.
—Doniz, te llama la matrona —oyó una voz femenina tras él. La identificó al instante como Amine, antigua compañera de fatigas, tanto laborales como de catre.
Doniz tardó unos momentos en girarse y, cuando lo hizo, la zekki ya desaparecía entre la multitud. La relación con Amine no había acabado bien, y al parecer tenía tan pocas ganas de conversar como él.
Se pasó la mano por la rasposa barba albina de tres días y cazó con sus ojos rojos al empleado que no le había traído la maldita jarra de hidromiel. Sus miradas se encontraron y le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Cuánto? —preguntó, aunque ya lo sabía.
—Dos mojones.
Doniz rebuscó en un saquito de piel que pendía de su cinto, sacó dos piezas de cobre y las dejó caer sobre la mesa. Las monedas bailaron peligrosamente cerca del borde hasta que el malhumorado empleado las pescó y salió disparado para atender las comandas pendientes.
—Aún no habéis terminado el trabajo, Doniz. —el tono de Socounin, a quien sus secuaces llamaban simplemente «la matrona», estaba cargado de reproche. La mujer, de rostro angular y nariz chata, se peinó un mechón rebelde de pelo castaño que se le había cruzado en la cara y clavó en Doniz sus ojos oscuros.
—Con todos mis respetos, matrona, yo diría que sí —objetó Doniz—. Podría decirse que la muerte termina todos los trabajos. ¿A que sí, Bucelos?
El joven matón, con la cara aún amoratada e hinchada, se limitó a torcer el gesto por toda respuesta. A Doniz no se le escapó el detalle de que su bolsa de monedas había engordado. Seguro que Socounin lo había recompensado con algunas lechosas como un aliciente por su… eficiencia. Probablemente ya habían negociado el precio en platas a sus espaldas.
—Bucelos ya me ha contado lo que ocurrió entre vosotros esta mañana —continuó la matrona, ignorando su comentario—. Que quede claro: no voy a consentir más peleas. Lo hecho, hecho está. La muerte de esos tenderos no deja de ser un mensaje. Más duro del que habíamos planeado, pero un mensaje al fin y al cabo. Nadie se burla del Pacto Escarlata.
Doniz abrió la boca para protestar, pero la matrona lo silenció con un gesto de la mano.
—Los tenderos tenían una hija, que ahora está sola en su casucha. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. Tiene que ser esta misma noche.
—¿Ahora también vendemos como esclavas a las hijas de los tenderos que asesinamos?
—Siempre ha sido así, Doniz. Siempre ha sido así, aunque ahora no quieras reconocerlo. No necesito a santurrones entre mi gente. El Pacto os paga por seguir las órdenes sin rechistar, y eso es exactamente lo que vais a hacer. O eso, o vuelves a mendigar en la calle.
Doniz tardó unos momentos en contestar.
—Sí, ya sé lo que tengo que hacer. Y lo haré. Vamos, niñato.
La chiquilla sorbió los mocos. Manos y labios temblorosos. A veces le costaba adivinar la edad de los niños humanos, pero a Doniz le parecía que rondaba los siete años. Algo joven para un lupanar, pero seguramente la emplearían algunos años como sirviente de las otras heteras.
—¿Quiénes sois? —lloriqueó—. ¿Dónde están mis padres?
—Tus padres están muertos, niña. —la delicadeza nunca había sido el punto fuerte de Doniz.
El rostro de la pequeña enrojeció. Estalló en sollozos mientras negaba con la cabeza. Las lágrimas que resbalaban desde sus ojos azules dejaban surcos de claridad en su cara mugrienta.
—¡No! ¡Mentiroso! —chilló.
Doniz alargó la mano hacia ella, pero la niña evitó su contacto.
—Lo siento, niña, pero es la verdad.
—Estamos perdiendo el tiempo, Doniz —se quejó Bucelos, a su espalda—. Acabemos con esto y vayamos a por nuestra recompensa.
Doniz asintió y se apartó.
—Adelante, a ver cómo lo haces.
Bucelos resopló y desenredó la porra de bronce que llevaba atada al cinturón. La niña se encogió de miedo y levantó unos brazos finos como palos.
Bucelos alzó la porra para golpear.
Nunca llegó a hacerlo.
La porra de Doniz lo noqueó de un solo golpe en la nuca. El sicario se derrumbó sobre el sucio suelo, levantando una nube de polvo.
La niña soltó un grito agudo y se puso de espaldas a la pared de barro y cañas. Doniz dejó caer la porra y le enseñó la palma desnuda de la mano.
—Tranquila, no voy a hacerte daño. Me llamo Doniz, ¿y tú?
La niña dudó, pero finalmente dijo entre sollozos:
—Nisanin.
Doniz se agachó y arrancó la bolsa de monedas del cinto de Bucelos. Las mismas platas que el muchacho había ganado por matar a los padres de la pequeña.
—Toma —dijo, y le arrojó la tintineante bolsa a Nisanin, que la cazó al vuelo—. Hay bastantes lechosas, eh… argentas. Ya sabes, monedas de plata. Con ellas podrás vivir unos meses. Ve al santuario del Demiurgo, en el Distrito de los Templos. ¿Sabes leer?
La niña negó con la cabeza. Guardó silencio.
—Ya, bueno, yo tampoco. En fin, pídeles que te enseñen en el templo. Con estas lechos… argentas, podrán enseñarte y te darán cobijo y alimentos a cambio de que los sirvas. Diles que eres huérfana, que tus padres te hablaron del Demiurgo y que te gustaría ser sacerdotisa, o algo así.
Nisanin asintió. Doniz se tosió en la mano y se aclaró la garganta. Recogió el pesado cuerpo de Bucelos del suelo y se lo echó a los hombros.
—Ahora tengo que irme. Yo… En fin, bueno, que te vaya bien, pequeña. Sé fuerte.
—¿Y dónde irás tú? —La voz de Nisanin estaba quebrada por el llanto.
—A dar de comer a los cangrejos.
—¿Qué…?
—No te preocupes, estaré bien. Tú cuídate, Nisanin.
—Los matasteis vosotros, ¿verdad?
Doniz se detuvo. No respondió.
—A mis padres. Me ibais a vender como esclava a uno de esos antros a los que iba papá cuando mamá estaba de viaje. Pero no creo que tú lo hicieras. Lo hizo ese hombre malo, ¿a que sí?
Doniz suspiró. La niña era avispada. Estaba seguro de que le iría bien. Tenía que irle bien.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué los mató? —insistió ella.
—Por un puñado de platas, pequeña. Por un puñado de platas.